jueves, 15 de diciembre de 2011

Mi pura sangre

Ante un caballo salvaje hay quien habla de domesticar, de domar, de doblegar, de someter y es cierto que algunos de estos hermosos animales parecen ceder su brío y su voluntad a la silla y las bridas del jinete. Pero en realidad es apariencia. Un caballo valora, no todo el mundo sirve para domar caballos, el caballo puede responder al castigo, puede conformarse, puede resignarse, pero su naturaleza no está entregada.

Existen los susurradores de caballos, aquellas personas que consiguen establecer una conexión con estos bellos animales, de tal manera que no es preciso utilizar ninguna medida disuasoria para ensillarlos. Es una conversación silenciosa, en la que el jinete le expresa su deseo de cabalgar juntos, de darle sentido a su fuerza, su brío, su energía, dotar de significado cada paso que el caballo dé a su lado. Y el caballo accede, se ofrece, comprende que lo que ambos forman es mucho más que lo que puedan ser cada uno por separado. Y entonces el caballo confía. 

El caballo es un animal temeroso a pesar de su apariencia impetuosa y fogosa, y cuando algo no lo tiene claro se planta en sus cuatro patas. Sólo cuando confía en su jinete es capaz de ir más allá de sus propios temores y saltar obstáculos de los que desconoce qué hay detrás. La elegancia y la armonía de jinete y caballo conjuntados proviene de ese entendimiento, de esa confianza mútua, de ser una fuerza de la naturaleza.

Y yo soy caballo de fuego, según los chinos, claro, y comprendo la naturaleza de mi pura sangre, sus dudas sobre si estar ensillado o que alguien lleve las bridas le quita libertad, o si por el contrario eso le da alas, como a 

Pegaso, de si su espontaneidad se ve mermada porque alguien dirija sus pasos. Pero en este caso es diferente, la mano que le guía no tiene ninguna intención de obligarle a tomar ningún camino, sinó de calmarle cuando lo necesite, cuando su propia fogosidad le lleve a desbocarse, y en ese momento se precisa de una mano firme que te devuelva la cordura, y con suaves susurros te devuelva la tranquilidad perdida.

Y en este caso somos iguales, caballos los dos, pero al mismo tiempo tengo la dimensión de jinete, por experiencia, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo, y la frescura de la juventud se deja aconsejar por la templanza de la madurez, aportando esa savia fresca de la inocencia.

No es lo mismo una orden que una guía, una sugerencia, y no hay intención tampoco de atar este hermoso y brioso caballo a carro alguno, porque al montarlo, yo me siento igual de libre, o aún más libre, como si juntos pudiéramos alcanzar cualquier lugar de este fascinante Universo.

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